domingo, 8 de mayo de 2022

Poema de la Semana (LV)

Si hay un mes típicamente cordobés, ese es el mes de mayo. Nuestra ciudad se muestra en todo su esplendor y en esto tiene mucho que ver el Festival de los Patios Cordobeses, reconocido por su singularidad y arraigo como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO en el año 2012. 



La propuesta del poema para esta semana nos llega de la mano de MariPaz Escribano, profesora de informática del IES Alhaken II y responsable de la biblioteca Wallada durante este curso, persona muy querida en nuestro centro por su dedicación y simpatía. 

Ella nos trae a este blog a Ricardo Molina (1916-1968), poeta nacido en Puente Genil (Córdoba), integrante, junto con Juan Bernier, Pablo García Baena y Mario López, del famoso Grupo Cántico, que era el nombre de la revista de poesía que editaron por primera vez en 1947.

Molina se licenció en Filosofía y Letras en Sevilla y ejerció como profesor en varios institutos. Pero sobre todo destacó como poeta, llegando a ser galardonado con el prestigioso Premio Adonáis en el año 1949,y también como flamencólogo. Se sabe que era homosexual, algo inaceptable en la época.

La obra de Ricardo Molina exalta el amor y el deseo. El poema que os mostramos es un claro ejemplo. Pertenece a su obra Elegías de Sandua (1948) y está ambientado en un patio cordobés rebosante de primavera. ¡Esperamos que os guste!

ELEGÍA IX


El patio oye el suspiro de otros días en sus arcos.
En las paredes húmedas se estremecen las yedras.
Lilas, jazmines y celindas
tiemblan gozosos en el aire tibio
bajo el beso fugaz de las abejas;
pero celindas, lilas y jazmines,
yedras de oro y arcos ruinosos
no saben cómo un día nos amamos.


Llena la fuente está de claras ondas,
de agua clara y azul igual que el cielo,
la fuente pura y fría
a la sombra delgada de las damas de noche
que dejan su perfume flotar por la negrura…
Mas no supieron nunca
que nos amamos,
y la fuente que llora
solitaria en la sombra
nunca vio reflejarse nuestra dicha
en la dulzura inmóvil de sus ondas.

 

Subíamos riendo la escalera
hasta llegar al alto palomar todo blanco.
El patio parecíanos entonces algo triste.
Los rayos en las vagas madreselvas
diríanse un enjambre de irritadas abejas.
El olor del invierno persistía
en los abandonados corredores.
La sombra de las hojas se movía en los muebles
enfundados del gran comedor solitario.


Bajo aquel cielo azul de primavera,
en aquel palomar completamente blanco,
solos, entre aleteos y arrullos de paloma,
desnudos y tendidos sobre el sol nos amamos.

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